Por Luis Lafferriere.
Cuando se hace un análisis acerca de la salud de una economía, muchos utilizan indicadores que no muestran lo más importante, que es: cómo vive la mayoría de la sociedad. Consideran diferentes indicadores que hablan del Producto Bruto Interno, del Presupuesto, del Balance de Pagos, de la Inflación, del Déficit Fiscal, de la Bolsa de Valores, del Riesgo País, etc, etc. Pero se olvidan que la esencia de la actividad económica, la razón de ser, es producir y distribuir bienes y servicios que garanticen condiciones de vida digna para todos, incluyendo a las generaciones futuras.
Porque, ¿de qué vale que aumente el PBI o que no haya déficit fiscal, si la mayoría de la población sobrevive en la pobreza o la indigencia, si no hay trabajo respetable para los que lo necesitan, si los que trabajaron durante toda su vida deben soportar una miseria de jubilación que les anticipa la muerte, o si la destrucción de los bienes comunes y la contaminación del ambiente anticipa un caos para las futuras generaciones?
Hablemos entonces de lo más importante…
La situación socioeconómica y las condiciones de vida de la mayoría
Vamos a considerar entonces los indicadores que muestran de alguna manera cómo hacen frente a sus necesidades básicas los sectores mayoritarios de la población. Necesidades que deben cubrir la alimentación, la vestimenta, la salud, la vivienda, la higiene, la educación, la recreación y el esparcimiento. Lo que todo ser humano tiene derecho.
Una de las formas de analizar esta situación es a través de la estimación del ingreso monetario de las familias. Esto, considerando que en una economía capitalista, la forma de acceder a bienes y servicios necesarios es adquiriendo los mismos en el mercado, pagando un precio por ello. También se suele estimar otros factores que hacen a las condiciones de vida digna, y que complementan el indicador monetario de ingresos (como la calidad de la vivienda, el nivel de educación de sus miembros, etc).
Teniendo en cuenta esas variables, y más allá de los vaivenes coyunturales, se puede afirmar que la mitad de la población argentina vive en situación de pobreza. El agravante es que esas condiciones perjudican más a los menores, ya que en este caso el porcentaje que vive en la pobreza supera los dos tercios del total. Agravante porque anticipa para la mayoría un futuro terrible, lo mismo que para toda la sociedad. Lo dicen los especialistas: quienes tienen una mala alimentación en sus primeros dos años de vida, sufrirán daños cerebrales irreversibles por el resto de sus existencias.
Estas dificultades y carencias suceden porque, más allá de que se hayan atemperado los aumentos de precios (luego de meses de muy alta inflación), la carestía de la vida sigue vigente más que nunca, y el costo de la canasta básica se hace inalcanzable para el bolsillo de la mayor parte de la población. Una consecuencias de eso (además del costo social) es la fuerte caída del consumo que se produce desde el inicio del actual gobierno, y que provoca además una baja de ventas en el mercado interno, afectando así a la gran mayoría de las empresas, que son micro, pequeñas y medianas (más del 98% del total).
En este sentido, la alegría de muchos empresarios ante los ataques a los derechos de los trabajadores y a la legislación laboral, se dan de narices con sus propias perspectivas futuras. Si bien es cierto que pueden tener una disminución de sus costos (a costa de la pérdida de derechos e ingresos de sus empleados), se trata de una ilusión de corto plazo, ya que el achicamiento del consumo y la destrucción del mercado interno, los dejarán sin ninguna posibilidad de supervivencia futura. Ya se están evidenciando los primeros síntomas de una grave crisis para el sector, con ruptura de cadena de pagos, demoras y morosidades en el cumplimiento de las obligaciones, suspensiones de personal por falta de ventas, y el cierre definitivo de muchas empresas. Se trata de una reacción en cadena por el efecto multiplicador negativo que llevará a la ruina a decenas de miles de mipymes en todo el país (menos ventas, despidos, cierres, más desempleo, menor consumo, nueva caída de las ventas, y así sucesivamente).
La carencia y la insuficiencia de ingresos necesarios se evidencian en amplios segmentos de la población, aún en quienes tienen empleos formales y estables. Pero es mucho más grave y sentido en los ocupados precarios e informales, y mucho más en los desocupados.
La situación de quienes necesitan y desean trabajar es altamente preocupante. Y las cifras oficiales de desempleo son muy engañosas. Pareciera que no llega a afectar ni al 10% de la población económicamente activa (PEA).
Pero la medición no considera desocupado a lo que se llama desempleo oculto, que son los que no trabajan aunque desearían hacerlo; porque no han buscado activamente trabajo en la última semana previa a la encuesta (y pasa muchas veces porque no tenían expectativa, o recursos para salir a buscar trabajo, o estaban desalentados por la falta de demanda). Tampoco se toman como desocupados los que han trabajado apenas una hora o más en la semana previa, porque la metodología no los cuenta (yo los llamo desocupados ‘tapados’).
Entonces nos encontramos con que casi el 40% de los que trabajan son empleados precarios e informales, con ingresos muy limitados, que ni por asumo les alcanzan para cubrir sus necesidades.
Y entre los trabajadores formales también se ocultan situaciones de pobreza. Porque sus salarios vienen perdiendo frente a la inflación, en especial los empleados estatales y parte de los empleados privados.
Particularmente grave es la situación que atraviesan los jubilados, quienes en el peor momento de sus existencias y luego de haber trabajado toda su vida, son perjudicados por las políticas gubernamentales que los toman como las principales variables de ajuste para achicar el gasto público. En los últimos años han perdido el 40% promedio de sus haberes, con un fuerte golpe en los primeros meses de este gobierno, frente a una alta inflación de la que no pudieron luego recuperarse.
Párrafo aparte merece el dato de un proyecto de ley que contempla un aumento de apenas el 7% para compensar parte de las pérdidas, que tiene aprobación de la Cámara de Diputados de la nación, pero que el presidente ya anticipó que de ser convalidado por el Senado vetaría esa norma.
En un marco donde la gran mayoría de los jubilados están recibiendo un haber que no cubre el costo de la canasta de pobreza de la tercera edad, actitudes y políticas como las que se vienen dando, son muestras claras de la crueldad que guía las decisiones de gobierno. Que por otro lado también afectan negativamente a otros sectores vulnerables, como los menores, los enfermos graves, los discapacitados, los indigentes, los sin techo, etc.
El caso más emblemático es el intento de destruir al Hospital Garrahan, hospital público ejemplo en la Argentina y el mundo por tratar a menores con enfermedades graves y terminales, que no encuentran respuesta en otros nosocomios del país, y reciben un tratamiento invalorable por personal altamente capacitado, con experiencias y conocimientos de primer nivel, que vienen salvando muchas vidas.
Si miramos otros sectores importantes de la población, su situación dista de ser buena.
Los campesinos y pequeños productores agropecuarios, que generan la mayor parte de los alimentos que llega a la mesa de los argentinos, son víctimas de políticas concentradoras que desalientan su actividad y benefician a los actores más poderosos del campo. Desde los años 90 se extendió el modelo de los agronegocios, con la producción de transgénicos y el uso masivo de agrotóxicos, que trajo inmensos beneficios para un puñado de grandes productores y corporaciones, en detrimento de los productores más pequeños, de la producción diversificada, y de su permanencia en el agro.
¿Qué rol cumple el Estado en este contexto?
El actual presidente se jacta de impulsar medidas que buscarían también la destrucción del Estado, supuesto causante de casi todos los males que aquejan a la sociedad. Pero en realidad, más allá del discurso, hay una conducta muy clara. Por un lado, se busca destruir lo que el Estado del bienestar dedica a mejorar las condiciones de vida de la mayoría, en especial de los sectores más vulnerables. Pero por otro lado, utiliza al mismo Estado para transferir recursos, ingresos y riquezas a los más opulentos y poderosos, y para reforzar el carácter represivo del mismo en contra de los sectores populares.
La aplicación de las llamadas políticas de ajuste se basan en achicar los ingresos de algunos sectores claves. En primer lugar, el mayor aporte al ajuste (más del 30% de la baja del gasto público) surge de la pérdida de ingresos de los jubilados. También es importante el drástico recorte de la inversión pública, paralizando obras necesarias para mejorar la situación de rutas, hospitales, etc. Y se afectó negativamente a las provincias, a las que se les recortó transferencias destinadas a salud, educación y abaratamiento del transporte público.
Altamente preocupante y hasta dramática es la situación de las universidades nacionales y del sistema científico y tecnológico estatal. Las medidas tomadas buscan lisa y llanamente acelerar su destrucción, de manera de evitar que sobrevivan áreas que pueden jugar un rol esencial para cualquier proyecto de país autónomo y soberano, además de ser claves para buscar soluciones efectivas a los problemas de la mayoría de la población. Su destrucción actual demandaría (en el supuesto caso de que fuera posible cambiar el rumbo suicida que nos impone el Plan Masacre) no sólo sumas gigantescas de inversión, sino varias décadas para recuperarnos y recrear las condiciones para volver a tener en el país esa base educativa, cultural, científica y tecnológica.
A esas medidas destructivas directas, se suman otras que traen consecuencias negativas sobre las actividades productivas, llevando a una difícil situación a la producción nacional. A la propia recesión y caída del consumo se agrega en los últimos meses el dólar barato, que promueve intensamente el turismo al exterior y la suba de las importaciones de gran cantidad de bienes de consumo final. Ambos factores juegan en contra de las ventas de bienes y servicios nacionales en el mercado interno, y desaliente fuertemente las ventas al exterior de los mismos (las que no sean de los commodities que exportamos sobre la base del modelo extractivista depredador).
Por el contrario, las políticas públicas vienen otorgando fuertes beneficios los sectores que depredan territorio y ambiente, como la monoproducción de transgénicos, la mega minería a cielo abierto y la extracción de hidrocarburos por el fracking. Actividades que se concentran en un reducido grupo de grandes corporaciones, que reciben trato preferencial en materia fiscal, tributaria, cambiaria, ambiental. Y que además están en manos extranjeras en su mayoría, lo que implica no sólo pérdida irrecuperable de recursos estratégicos, sino también de riquezas en divisas, pues no sólo se llevan las ganancias de su actividad, sino también los dólares de sus exportaciones.
Pero la pérdida para el país no se cuenta sólo en bienes materiales presentes. Las medidas, los DNU y las leyes aprobadas, consolidan procesos de entrega vil de nuestra soberanía por muchos años y hasta décadas. Los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, las disposiciones del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones, la renovación de la entrega de la gestión y control de la navegación por el río Paraná, son ejemplos claros de la sumisión del la Argentina a intereses extranjeros voraces e inescrupulosos, que vienen por todo: bienes, territorios, riquezas, divisas.
Si el argumento es que el país necesita divisas, y por eso privilegia a estas actividades en manos de grandes corporaciones extranjeras, la cuestión es que esas divisas se van luego en pago de intereses a los capitales usureros, en especial por una deuda fraudulenta que nunca recibió el pueblo argentino, pero que ya la pagó más de diez veces y que cada vez debe más. Un barril sin fondo que se queda con todas las divisas que ingresan al país y a las arcas públicas, y aumentan el pasivo fraudulento que luego se volcará sobre las espaldas de los sectores mayoritarios.
En resumen, la continuidad del Plan Masacre no anticipa nada bueno a la sociedad argentina. Sólo la movilización activa, la mayor participación de todos, el compromiso con la lucha para resistir la entrega, la depredación y el saqueo, pueden llegar a garantizar un futuro mejor. De todos nosotros depende lo que venga.